Bob Dylan, el hombre que venció a los móviles

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Miguel Rosero, editor de la revista impresa y online Eventos En Red. Profesional de la comunicación y la tecnología.
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Nos hemos acostumbrado a ver durante los espectáculos musicales campos de luciérnagas artificiales grabando cada minuto. Pero ya hay quien se rebela frente a esa dependencia que prima el recuerdo frente a la experiencia.

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No puedo evitarlo. Me hierve la sangre. Me enrabieta el alma. Se me encienden los nudillos cuando, durante un concierto, tengo la mala fortuna de tener delante a uno de esos con el móvil en estado de grabación perpetua. Son como zoroastrianos rezándole a la Luna o habitantes del Distrito 12 haciendo lo del sinsajo en Los juegos del hambre. No es que saquen el móvil intermitentemente, hagan una fotito, quizás un video breve, y luego resguarden el aparato de la intemperie. En absoluto. Lo suyo es una vivencia artificial. Ver el concierto en remoto estando in situ. Apuesto a que quien ideó el potencial inmortalizador de los teléfonos portátiles no cayó en que la cosa derivaría hasta semejantes arrecifes…

Aunque parezca que las cámaras de los móviles son algo ‘reciente’, vienen de lejos. De muy lejos. Más de lo que la mayoría os imagináis. En Japón, por ejemplo, siempre a la vanguardia de lo que nos mejora la existencia hasta la alienación, ya en 1999 salió al mercado el Kyocera VP-210, el primer móvil con cámara. El patatón rectangular incluía antena y todo, así como una cámara frontal con la que tu pareja podía cerciorarse de que estabas en la oficina trabajando, y no montándote una party privada en un karaoke con un grupo de otakus. En Europa, un poquito al rebufo nipón, hubo que esperar hasta el tercer milenio. ¡El mileniarismo llegó!, que diría Fernando Arrabal, y lo hizo con una videocámara incluida en nuestros recién imprescindibles amigos portátiles. El indiscutible abanderado de esta revolución tenía nombre, y era Nokia.

La marca finlandesa (¿quién hubiera pensado que se les daba bien algo que no fuera la ebanistería?) invadió los bolsillos de medio mundo con sus ladrillos, algunos de los cuales, como el pionero 7650, tenían una camarita en el chasis. Acto seguido, la bestia andaba suelta. Con el paso del tiempo, cada vez se hizo más grande y poderosa. Más ágil, accesible, adictiva. En 2007 la llegada del iPhone fue el puntazo definitivo. Luego aparecieron las aplicaciones, el WhatsApp, las mejoras de las cámaras, en fin… Como suele decirse, hasta nuestros días, el resto es historia.

UN INSTINTO DIGITAL

El impulso por registrar cualquier acontecimiento nace de la facilidad para hacerlo. No es que antes de los smartphones no existiera el pesado, dale que te pego con la camarita arriba y abajo creyéndose David Lynch, pero la accesibilidad material que proporcionaron nuestros camaradas portátiles democratizó dicha actitud. Una prueba tangible de que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, y de que los tecnólogos gerifaltes quizás cometieron una irresponsabilidad poniendo una herramienta tan peligrosa en las manos de los millones de cretinos que vagan por el planeta.

No es mi intención aquí romper una lanza en favor del neoludismo. Confieso que hace poco me mangaron el móvil un viernes y pasé hasta el martes siguiente sin acceso a la dulce cosmología de posibilidades que ofrece el smartphone. Tuve dolor de tripas. Me picaba el miembro fantasma igual que a quien amputan un dedo sin el cual logra funcionar, pero con el que se sentía más completo. Como de costumbre, diré que enfocarse en el objeto en vez de en su uso es un error. En mi caso, metafóricamente hablando, perdí un dedo. Un apéndice útil, pero no vital. No obstante, todos sabemos de alguien para quien estar sin móvil equivaldría a saberse un muñón inmóvil de nervios. Ahogarse en el impulso consumista de la nomofobia, que acaba por convertirse en una patología disociativa de la realidad experimentando la vida bajo el filtro de la pantalla, es la errata. No el uso controlado de ese amiguito vibrador que recargamos en la mesilla de noche. Y no me sea nadie malpensado…

El psicólogo Daniel Kahneman, conocido por sus estudios respecto a la toma de decisiones, ha destacado en varias entrevistas que nuestra creciente obsesión por ‘el recuerdo’ está minusvalorando nuestro placer por la ‘experiencia’. Kahneman se extiende en sus divagaciones hacía hechos como el auge de la nostalgia, pero concentra su tesis en el imperativo fotográfico digital. Grabar o no grabar, esa es la cuestión, y parece que los débiles corazones actuales son más propensos a la materialidad manipulable de los recuerdos físicos, que a la idílica nebulosa de las experiencias.

El instinto digital nos impone las lentes de nuestros móviles a la hora de vivir momentos que acabamos reemplazando por su versión artificial. Imágenes o grabaciones que no consiguen captar la genialidad del instante, sencillamente, porque no es captable. La fotografía, por ejemplo, es un arte armado contra la mortalidad y enamorado de la poesía efímera de la vida. De ahí que me guste esta frase del fotógrafo David Lachapelle: “La gente dice que las fotos no mienten, las mías lo hacen”. Porque la fotografía busca la mentirosa belleza de un momento desapercibido. Cuando se tiran fotografías sólo para el recuerdo, se pierde la búsqueda de esa belleza, dejando una mentira que no suele estar a la altura de la experiencia, deteriorada además por una ambición tan vacía. Otro gallo canta cuando el hecho de fotografiar es el leitmotiv. Ahí el resultado, sea bueno o malo, no ha descalificado el valor de lo vivido. La clave ahora sería buscarle remedio a esa cojera vivencial…

BOICOT A LOS MÓVILES

El miércoles 07 de julio, Bob Dylan deleitó a su público, entre los que me incluyo, con un concierto en el Jardín Botánico de Madrid. Lejos de que su actuación fuera estanca, digna de un yayo con buen temple musical al que le da por entonar sus serenatas favoritas, sordo a los deseos de sus oyentes, el tío Bob hizo algo notable. Prohibió los móviles. Efectivamente, es posible. Bueno, ¿qué no es posible para Bob Dylan? Pero, lejos de alabanzas, ya hay músicos que, en su déspota y merecido trono dictatorial, imponen el dogma anti-cámaras durante los bolos.

La experiencia en el Botánico era meritoria de tales premisas. Poca gente y el 90% sentada son ingredientes ideales para que el móvil pueda quedar aislado del contacto gracias a una muy apañada bolsa de tela que una empresa especializada reparte a la entrada. Un invento francamente eficaz, pues es impermeable e imposible de abrir sin navaja. Me cuesta imaginar lograr sin contratiempos la misma jugada en un encuentro de 50.000 personas, no digamos ya en un festival. Porque, así es, el concierto de Dylan se pasa sin contratiempo alguno.

De hecho, me atrevería a decir que fue un placer ver al vulgo nomófobo sometido a su descontaminación. Nadie sufrió ninguna crisis de ansiedad, nadie sintió que no estaba allí al no poder compartirlo, ni nadie cayó en una apoplejía cerebral por reprimir el impulso digital durante algo más de dos horas. Au contraire… el público estuvo atento, se producía un diálogo entre desconocidos y, ¡bendita sea la gloria de Bob!, el público no tuvo que reprimir las ansias de aplicar un correctivo físico a ninguna persona incapaz de dejar de levantar el móvil para grabar la cita.

Intuyo que, aunque algo paternalista, se trata un recurso al que se van a ir sumando paulatinamente cada vez más artistas. Una especie de bronca para los cachorros maleducados que siguen orinando en mitad del salón, hasta que aprendan que eso no se hace, que eso no se dice, que eso no se toca… Si el personal ha logrado aceptar que hablar por teléfono en el cine es una falta de respeto, quizás con el tiempo comience a entender que lo mismo ocurre con la grabación sempiterna durante un concierto.

Aunque también se puede ir al espectro contrario. Apostar por el situacionismo de la tecnología móvil en el centro de todo y empezar a poner de moda el ejercicio de admiración que degustó Bebe Rexha durante su último concierto en Nueva York. En vez de recibir las consabidas bragas o gayumbos, la artista vio cómo su cara adoptaba forma de aeropuerto para un móvil volador. No tuvo a bien Rexha oler el aparato tras caer sobre el escenario, como suele ser costumbre, antes de trasladarse al hospital para recibir 3 puntos. He aquí, ¿quién sabe?, otro escenario futuro. En vez de negar el uso de móviles, reclamarlos como hojas de laurel para los gladiadores musicales.

Esquivando ambos extremos, sin parecerme distópica la circuncisión practicada al respetable del tío Bob en el Botánico, creo que queda en manos de los espectadores tomarse la justicia por su mano. Al igual que hay quien chista acertadamente al mameluco que habla por el móvil en el cine, debería haber quien invitara al tarugo adorador de la pantalla táctil durante los conciertos a meterse el aparato por el cu… en el bolsillo. La sociedad civil actuando en pro del bienestar colectivo sería aquí un pequeño paso para la música, pero un gran salto para el público.

Porque cabe recordar, en conclusión, que la imaginación y la memoria son los dones que hacen mágico el momento pasado, y la grabación digital; inamovible, imperecedera, tienta con reemplazar el placer de la experiencia por su sucedáneo artificioso. Por eso, guardaros de tener el móvil como una antorcha durante los conciertos. Curaros en el placer y avivad la inefable sensación de haber vivido algo auténtico. Además de, yo qué sé, también por un poquito de educación…

 

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