“La vida de cada hombre afecta a muchas vidas. Y cuando él no está, deja un hueco terrible”. Un abismo. Mucho más grande que el que se abría, con el ímpetu de un río, ante un tipo llamado George Bailey (James Stewart). Un hombre que, amargado, desea una y otra vez no haber nacido.
Hasta que la frase hecha y deshecha por la desesperación se escucha en el cielo donde deciden darle una lección. Le envían a Clarence (Henry Travers), un ángel cachazudo, sin alas, más extraviado que caído y algo tontorrón y le dan una misión: mostrarle a Bailey qué es lo que le hubiera ocurrido a su pueblo y a sus gentes si él jamás hubiera existido. El resultado es Qué bello es vivir, de Frank Capra, una fantasía loca, bella, cristiana y sentimental, pero con la suficiente imaginación y mala leche como para convertirse en una inmortal obra maestra
George Bailey es un hombre ingenuo, simpático, que vive en un pueblo llamado Bedford Falls y que se quedó sordo del oído izquierdo cuando, de niño, salvó a su hermano de morir ahogado. Y ahí comenzó su condena. Empezó a recorrer una vida, que sentía como prestada, porque tuvo que renunciar a todos y cada uno de sus sueños. Y es que siempre entorpecían los planes de otros, de muchos otros. Incapaz de escapar de su buen corazón, George dirige con muchas dificultades la empresa familiar de préstamos y consigue que muchos vecinos sin recursos de su localidad tengan su propio hogar. En su camino, siempre se cruzará con los intereses del despiadado banquero, el Sr. Potter (un malo de manual, tremendo Lionel Barrymore) el hombre de negocios cínico que, en realidad, no soporta la visión de George, quizás el tipo que podría haber llegado a ser él mismo si le hubiera tenido menos miedo al mundo. En cualquier caso, Potter aprovecha el ‘oportuno’ descuido de un tío de Bailey, compañero de trabajo, para conducirle a la idea del suicidio.
Pero sobre todo, es la historia de un bello personaje. El de un ‘perdedor’ que nunca encuentra su momento y al que se le van apagando, una por una, todas sus ilusiones. Un tipo que no sabe vender su alma al diablo porque está hecho, mal que le pese, de buena madera. Alguien que tal vez “nació más viejo de lo que debía” pero tuvo tiempo, eso sí, de ‘atar en corto’ la luna y de convertirse en todo un explorador que, sin salir de Bedford Falls, hizo sus hallazgos. Un buen puñado de amigos. La película cuenta con un ‘descenso a los infiernos’ muy logrado y algunos momentos emocionales e interpretativos impresionantes, brutales, como el instante en el que el droguero, ciego de dolor por la muerte de su hijo, se da cuenta del fatal error que pudo llegar a cometer al confundir unas medicinas; o el instante en el que James Stewart, completamente derrotado, abraza a su hija llorando.
Es una película generosa, que nació con vocación solidaria, pues cuentan que Capra quiso levantar el ánimo del prójimo, un mundo que andaba desconcertado y deprimido tras la Segunda Guerra Mundial. Encontró la fórmula perfecta en la historia del escritor e historiador Philip Van Doren Stern, quien apuntó la fantasía que encierra Qué bello es vivir en una postal navideña. Era una historia, a fin de cuentas, sencilla, para algunos ingenua, que hablaba de la bondad del ser humano. Y ahí se quedó afincada, para siempre, en el imaginario colectivo. En una Navidad en la que, más de uno, estamos dispuestos a creer por unos breves momentos. Palabra de Capra.
Miguel Rosero, editor de la revista impresa y online Eventos En Red. Profesional de la comunicación y la tecnología.