La artista arrancó en Andalucía su ‘Motamami tour’, la gira que le llevará por más de 40 ciudades de todo el mundo
Mostró en escena su trabajo más experimental ante un aforo de 12.000 personas con las expectativas por las nubes.
La poesía que destila este fenómeno esparce su simiente por tiendas de campaña que a tientas aguardan la noche del concierto, algunas con jóvenes que hacen turnos para asearse y dormir desde hace un par de días. Pagaron por ello. Su cita está aquí. «Ya llega», parece decir la marabunta que se aproxima al recinto ferial con uñas rojas y extremas en los ojos.
Las expectativas altas son la pésima antesala del disfrute, por eso el foco que apunta hacia Rosalía resulta incandescente antes de que pise el escenario. Cantaba Lole y Manuel, una de sus referencias que sonó como previa, que «las caricias soñadas son las mejores». Y es que la dificultad para sorprender, cuando se ha alcanzado un éxito de dimensiones totémicas en una carrera contrarreloj hacia la fama, se vuelve un problema endémico. Superar la idea que tiene de su artista predilecta esta chica que a mi lado trata de tocar las palmas con una pancarta en la mano parece un reto mayúsculo. Su estimación, hecha a medida de querencias y anhelos, es inquebrantable. «Sabemos que va a ser increíble. El día más especial de mi vida desde que nos enteramos de que venía aquí. ¡Ah!», comenta otro chico, con más pintura que años en la cara. Con altura, por tanto, ha de estar la estrella para solventar airosa el compromiso en el que entre todos la hemos ido metiendo. Tras la estilosa facha debe habitar la presión.

La noche almeriense desciende húmeda, lamiéndolo todo por las yemas de los dedos. Una luz tintinea y, tras ella, aparece, como no lo hacía desde 2019, el motivo que nos ha traído a estas líneas con traje añil. Móviles al aire, gritos que se rompen desde el ombligo y un sonido envolvente. Comienza su despliegue: ‘Saoko’, ‘Candy’, ‘Bizcochito’, bulerías entre cañones de humo, neones y coreografías con un numeroso cuerpo de baile que cambia la escenografía con la naturalidad que sube y baja la marea: cascos, mesas, batas, máscaras, patinetes… Lo que sea preciso.
Su tercer disco, ‘Motomami’, el más experimental de su breve pero meteórica trayectoria, se presentó junto a otros trabajos anteriores, como ‘Malamente’, ‘Linda’, ‘Pienso en tu mirá’ y la seguirilla ‘De plata’, de ‘Los ángeles’, además del estreno de ‘Aislamiento’. No hay una sola canción sin respuesta inmediata. Pero lo relevante de esto, desde aquí, va en otra dirección a la estrictamente musical.

Decía Andy Warhol que «comprar es mucho más americano que pensar». Algo de eso hay en esta cultura canalla y fresca en la que se mueve Rosalía. «¡Reina!», claman. «¡Diosa mía!». Es televisión. Super Bowl. Chispazos de eclecticismo y mundos digitales, veloces y volubles en los que no se premia la sutileza, sino ese exceso medido que destila por una boca que cautiva en su mueca de pereza. También euforia y cáscara. Superficie. Pop a raudales que conecta con la generación joven al vestirse de electrónica, worldbeat, trap, hip hop, flamenco o ritmos latinos. Qué importa. Lo audiovisual manda. La escena, que siempre trata de golpear a base de desenfreno. Criticarla supone lanzarse de cabeza a las fauces de un león. La propia cultura en la que se encuadra te deglute. Es un movimiento: ‘rosalíafrenia’, que se alimenta de los diferentes recursos del show y siempre tiene hambre para algo más. Ella se contorsiona con absoluta entrega, se corta con tijeras las trenzas y dibuja arcos melódicos por el aire mientras el público celebra sus riesgos ávidos de lo más urgente. ‘La noche de anoche’, ‘G3 N15’, ‘Diablo’, ‘Yo por ti tu por mí’, ‘Chicken teriyaki’, ‘Sakura’, ‘Con altura’ se suceden.
Rosalía está condenada al entretenimiento supremo de quienes la admiran. Su show encierra carácter sorpresivo, pero algunos que pululan por aquí confían en que pronto levite. Quieren circo. Confeti. Más y más. Y, como está la industria, tendrá que apañárselas para levitar si quiere seguir en la palestra. Después ya le reclamaremos otra cosa.
La fama, sobre la cual reflexiona en un tema del mismo nombre, ha mudado la piel, y ahora solo se logra por segmentos. No todos pueden ser partícipes de esta corriente que se arrastra por unos códigos que quienes advierten desde fuera no entienden. Rosalía es TikTok. Eso que hay que explicarle al abuelo. Y ni por esas. Expresiones de red social, champán con purpurina y verbos que nacieron hace meses y han calado por un tiempo impreciso. Una heroína de hoy que enfervorece las masas. Eso es. Un icono.
Almería, donde arrancó la gira que le llevará por algo más de cuarenta ciudades de todo el mundo, fue testigo de un desafío: el de de batallar con esas expectativas que por momentos parecían volar más alto que cualquiera. Globos, unicornios, abanicos, cuernos, ceñidas vestimentas con transparencias y toda una iconografía que ha generado a su alrededor florece al unísono desde el público. Prensa musical, titulares y esperanza, casi obligación, de salir por la puerta grande comparten espacio como premisa.
Hubo de ajustarse el disfraz de ‘motomami’ para echarle un pulso a los deseos de sus seguidores y maravillar a los que desde hace semanas rabiaban ya de alborozo. Aún así, los 24.000 ojos que la contemplan ansían un acontecimiento histórico. Un clímax con textura de eternidad. La gloria. Que nos abduzcan y que la creación musical suprema bendiga cada una de estas miradas henchidas de ‘saoko’, que alegría significa. Debemos esperar aún. Pero tal vez, y a eso aspiran los siguientes, ocurra.

Miguel Rosero, editor de la revista impresa y online Eventos En Red. Profesional de la comunicación y la tecnología.